domingo, 4 de agosto de 2013

La música Boliviana en la segunda mitad del siglo XX

Alberto Villalpando

• Última parte


En 1963, cuando yo ya era becario del Instituto Latinoamericano de Altos Estudios Musicales, del Instituto Torcuata Di Telia, trabajé un cuarteto de cuerdas bajo la guía del compositor italiano Riccardo Malipiero. Un cuarteto de cuerdas dodecafónico llamado Preludio Passaccaglia y Postludio, con raíces webernianas y abiertamente vanguardista. El año anterior había trabajado, todavía en el Conservatorio, una pieza llamada Cuatro Juegos Fantásticos para piano, cello, clarinete y percusión, bajo la guía de mi maestro Alberto Ginastera. A fines del 63 la Fundación Patiño llamó al Primer concurso de composición Luz Mila Patiño. Participé en este concurso con esas dos obras y, gracias a la presencia en el jurado de don Mario Estenssoro, gané el primer premio. La entrega de premios se realizó a principios del 64. El segundo premio lo recibió Gustavo Navarre y el tercero Atiliano Auza. Este hecho marca la aparición pública de la música de vanguardia en nuestro país. Un año más tarde, el 65, regresé a Bolivia, como siempre fue mi profundo deseo y me di de bruces ante la patética realidad musical de nuestro país. La Orquesta Sinfónica era sólo un nombre, los intérpretes, de mediana talla para abajo, estaban en el limbo respecto de la música contemporánea. ¿Qué hacer? No di brazo a torcer. Gracias al apoyo continuo de don Mario Estenssoro trabajé en el Instituto Cinematográfico Boliviano, junto a Jorge Sanjinés. Ello me permitió incorporar en el cine música de vanguardia y así ésta se oía masivamente. Pero, paralelamente, escribí un concertino para flauta y otro para piano, otro cuarteto de cuerdas y piezas para piano. Para ello, me dije: "Si hay dificultades de ejecución, y no sólo para la música contemporánea –la orquesta sinfónica ofrecía penosas versiones de música tradicional– entonces lo que conviene es simplificar el lenguaje al máximo". Trabajé entonces sobre la reiteración obsesiva de una sola nota. Pero, asimismo, necesitaba de interlocutores. Entre los años 68 y 69 murieron prematuramente Marvin Sandi y Florencio Pozadas.

De esos años data mi amistad con Jaime Saenz, con Jesús Urzagasti, con Edgar Ávila, con Enrique Arnal, con Alfredo La Placa. Yo necesitaba respirar los aires del siglo XX. Por esa época creé la cátedra de composición en el Conservatorio Nacional de Música de La Paz. Carlos Rosso, Edgar Alandia, José Llanos y otros fueron alumnos en esta cátedra. Desgraciadamente no duró mucho. Edgar Alandia se fue a Italia, Carlos Rosso a Polonia y, por otra parte, se produjeron algunos incidentes en el Conservatorio que hicieron que abandonara este proyecto. Pero en esos años, gracias a la vigencia del Ministerio de Cultura, la Orquesta mejoró sustancialmente. Ya se podía tocar alguna que otra obra del siglo XX. Copland, Bartok, Stravinsky, alguno que otro latinoamericano. La orquesta realizó, con el criterio de acrecentar el repertorio de música boliviana, dos encargos. Uno a Gustavo Navarre y otro a Atiliano Auza. De igual manera, se hizo un acuerdo con la empresa Discolandia para la grabación de música boliviana. Este proyecto alcanzó a grabar dos discos. Uno que incluía una obra mía y, para completar, un concierto para guitarra, de Vivaldi; otro, con obras de José Salmón Ballivián, Adrián Patiño y otros. Pero desgraciadamente la Orquesta también sufrió un duro golpe con el advenimiento de la dictadura de Banzer y, nuevamente, a reandar el camino.

La necesidad de interlocutores seguía tan apremiante como lo fue años atrás. Hasta que en 1974, cuando ya había vuelto Carlos Rosso, pudimos organizar el Taller de Música de la Universidad Católica Boliviana, gracias al apoyo incondicional de su entonces Rector, monseñor Genaro Pratta. Se creó la Orquesta Sinfónica Juvenil y hubo un período de auténtica euforia musical. De entonces a esta parte, la historia ya es más conocida. Finalmente, habíamos logrado formar a nuestros interlocutores: compositores y directores que, a su vez, fuesen líderes en busca de un efecto multiplicador. A ello se suma la formación de otros músicos que se educaron fuera de Bolivia y que, afortunadamente, retornaron a nuestro país, como es el caso de Roberto Williams, Gastón Arce y Oldrich Halas, pero no se puede dejar de mencionar a Edgar Alandia. Por su parte, Cergio Prudencio, Franz Terceros, Nicolás Suárez, Willy Pozadas, Agustín Fernández, Juan Antonio Maldonado, Jorge Aguilar y José Luis Prudencio han continuado su trabajo de compositores, unos con más ahínco que otros. A su vez, ellos han ejercido ese efecto resonante, para usar un término de acústica, cooperando en la formación de nuevos compositores e intérpretes. De esta segunda generación, llamémosla así, tenemos a Oscar García, Juan Siles, Javier Parrado, Julio Cabezas, María Teresa Gutiérrez y otros, como Jorge Ibáñez, Luis Moya, Miguel Jiménez, con el aliciente de que, de una u otra manera, se continúan formando compositores. Pero este listado de nombres no es sólo para pasar el plumero a nuestras efigies, sino para constatar la vigencia de la nueva música en nuestro país.

Y ahora, a manera de reexposición variada de A, retomo la idea inicial, no muy explicitada en la exposición de A, de que la música boliviana contemporánea no sólo es contemporánea como intención compositiva, sino como coetánea, como la música que se está haciendo en estos años. Y aquí, quiero trasmitirles una observación, a mi juicio muy acertada, del compositor español Ramón Barce. Comenta este músico (a raíz de la realización de un Festival de Música Contemporánea, ocurrido en la década de los años ochenta en Moscú) que debemos entender por música contemporánea no sólo aquella que entraña una estética específica, vinculada más a aquella comprendida como música experimental, vanguardista, sino a la música que, al margen de su estética, se escribe en la época que nos ha tocado vivir. En tal virtud, una historia de la música boliviana del siglo XX deberá incluir toda la música escrita en ese dilatado período, ponderando sus aciertos y explicando el porqué de los desaciertos. Pero no deja de invadirme un sentimiento de enorme complacencia, de íntima felicidad al ver que mis esfuerzos no han sido vanos y que he sido fiel a la promesa que nos hiciéramos con Marvin Sandi.

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