" No tiene oído, no tiene voz. Que se dedique a otra cosa”. Ésa fue la sentencia lapidaria con la que enviaron a casa a David Lemaitre la única vez que tuvo la ocurrencia de tomar una clase de guitarra. De haber hecho caso, más de 20 años después, el ritmo de su canción Megalomanía no hubiese explotado en las radios europeas en el verano de 2013, nunca hubiese grabado Latitude, su primer disco como solista, ni hubiese recorrido Europa dando conciertos frente a cientos de personas.
Tampoco tendría un sello disquero ni una agencia que lo represente. Pero el día que le sugirieron, sin duda con las mejores intenciones, que se dedicara a algo diferente, le sucedió lo que ocurre usualmente cuando alguien le dice que no a algo: no se frustra, sino que siente "más curiosidad y más ganas”.
Por eso, hoy David Lemaitre se sube al escenario en Berlín un día y al siguiente en Bruselas, París o Amsterdam escribe y compone canciones, da entrevistas, sale en la televisión y su vida parece girar sin fin. Videos y artículos sobre él y su trabajo se diseminan por todas partes en la red y lo primero que se menciona al hablar de él es que viene de un país remoto llamado Bolivia, que nació y creció en un sitio inimaginable a 3.600 metros sobre el nivel del mar.
En su tierra, pocos saben de su carrera y de su éxito y no se conoce el videoclip de Megalomanía, quizás la canción más pegajosa, "la más inmediata” le llama él, de Latitude. Grabó el clip con ayuda de un videasta que conoció en un viaje. Subirlo a internet fue como lanzar una bola de nieve que se convierte en avalancha.
MEGALOMANÍA
La gente empezó a compartir la canción y Megalomanía empezó a sonar en la radio. En un concierto que dio en París, David se subió al escenario, tocó los primeros acordes en su guitarra y se sorprendió al darse cuenta de que el público ya estaba cantando las letras de sus canciones, incluso antes de que él terminara de entonarlas.
El éxito que tuvo y que aún tiene el disco es el resultado de un esfuerzo arduo y constante. Si bien vive en Alemania desde hace tiempo, llegó a Berlín hace cuatro años, prácticamente "sin nada en las manos”. Recuerda que no traía consigo más que unas cuantas canciones, las que más tarde fueron parte del disco, sus instrumentos, un sueño y los problemas que le son propios a quienes tienen un pasaporte extranjero y una visa a punto de fenecer.
Sin dudas ni remilgos se lanzó a tocar en bares y cafés anónimos, atestados de gente como sardinas en cajas de fósforos, espacios en los que no entraban más de 30 o 40 personas casi sin respirar.
Un telonero desconocido
David, ahora de 32 años, un chico alto, delgado, de ojos oscuros, el pelo un tanto despeinado y que aparenta ser más bien tímido, tocaba sets de horas enteras, a veces acompañado y también solo, con su guitarra, cara a cara frente al público. Viajaba para tocar con bandas más conocidas y hacía de telonero. Está convencido que "tocar en bares y cafés es la mejor escuela que existe”. La magia de estar a un mismo nivel con el público es algo que siempre le ha gustado.
Fue su madre, en La Paz, quien le enseñó a tocar sus primeros acordes en la guitarra. Si bien sus padres no son músicos ni excepcionales melómanos, la música siempre fue parte de su vida. Su padre le dio el ritmo de la década de los años 70 , desde Pink Floyd y los Beatles hasta Cat Stevens; su madre las canciones de Violeta Parra , Mercedes Sosa, el folklore y las guitarreadas entre amigos siempre que había invitados.
Formó su primera banda que se llamaba Hopeless (sin esperanza) cuando era apenas un niño; y es que para él la música nunca fue un destino sino una forma de ir por la vida. Tuvo varias otras bandas en Bolivia, se presentó en la Explo rock que organizaba el Colegio Franco con no más de 13 o 14 años. Empezó a componer desde muy joven, pero se animó a cantar mucho más tarde.
El disco Latitude tiene mucha influencia del funk y David prefiere llamarle pop-folk electrónico, sin esconder la incomodidad de verse forzado a adscribir su música a un género o estilo determinado. También en Alemania tocó con diferentes bandas, incluso con grupos de rock alemanes y se echó de lleno a estudiar jazz.
Trabajó por algún tiempo en un estudio de grabación en la ciudad de Mannheim, uno de los bastiones de la música industrial alemana. Estudió música en Friburgo, pero su verdadera escuela fue la práctica, el hacer música todos los días .
Latitude terminó de nacer en Berlín y es una mezcla de todas esas experiencias y aprendizajes. "Nunca me ha gustado escuchar una canción y saber qué es lo que me espera por el resto del concierto o el disco. Tengo desde un cover súper melancólico de Nick Drake hasta canciones más bien electrónicas o la canción de Jack Coesteau, dedicada al biólogo marino, que tiene sonidos como debajo del agua. El disco no es para nada ortodoxo y no vas a escuchar una canción que suene exactamente igual a la otra”, comenta y explica que antes los discos se grababan como si fuesen una unidad. "Se grababa, por ejemplo, la batería para todo el disco en cuatro días”. Él disfruta de darle toda su atención a un tema hasta terminarlo.
Quiero escribir música e ir al estudio. Ése es para mí el regalo más grande: poder hacer lo que hago especialmente rodeado de gente tan fantástica.
Describe su disco como un "pequeño archipiélago de islas distintas y diferentes colores”, más que como una historia conjunta. Además, Latitude tiene algo de experimental. Lejos de cualquier pretensión pseudointelectual, sino con un ánimo más bien lúdico, David juega con sonidos como el de un papel que se rompe o unas monedas que caen al piso y los pasa por la computadora para incorporarlos a su trabajo.
Lo bueno tarda
Además de viajar con bandas y presentarse en festivales, de tanto en tanto David se subía junto a sus amigos a un carro antiguo cargado de instrumentos y llevaba sus composiciones a los sitios más recónditos de Alemania. Lo único que importaba era la música; para dormir, bastaba un sillón viejo, en el mejor de los casos. David construyó su carrera a pulso y paciencia. Hoy sabe que "las cosas buenas toman tiempo en crecer”.
Si bien Berlín es una meca de la música electrónica en Europa, las bandas alemanas en general sólo trascienden las fronteras del país en contadas ocasiones. Ésa fue otra de las razones por las que David procuraba llevar su música más allá de Alemania. Y fue en un festival llamado Eurosonic Festival, en Holanda, cuando alguien del sello disquero que ahora lo representa escuchó apenas la mitad de una de sus canciones. "Hay algo interesante en lo que haces”, le dijeron. "¿Tienes más?”.
De alguna manera, le parece que todo se fue dando de una forma casi milagrosa, como una cadena de pequeñas casualidades felices que lo llevaron siempre a algo diferente y más emocionante. Atrás quedaron las noches en las que no podía dormir "porque no tenía ni idea si es que todo esto iba a ir a algún lugar” recuerda, pero afirma que de algún modo las cosas no han cambiado tanto: "sinceramente tampoco lo sé ahora y probablemente no lo voy a saber nunca. Simplemente aprendí a confiar un poco más en el instinto, a tener fe en que el buen trabajo también tendrá buenos resultados, pero es solamente eso. No hay garantías en absoluto”, afirma.
Hoy, además de estar siempre en giras y conciertos, se encuentra trabajando en su próximo disco. Toca con dos amigos suyos, Yoda Förster y Sebastián Schlecht, y es feliz aun sin saber con exactitud a dónde lo llevará finalmente el ritmo de la música. "Los lunes cuando llego de alguna gira de fin de semana y me levanto y tengo un montón de cosas que organizar, y quiero escribir música e ir al estudio, lo hago con una sonrisa porque amo mi trabajo. Ése es para mí el regalo más grande; poder hacer lo que hago especialmente rodeado de gente tan fantástica”, cuenta.
Cada vez que alguien le pregunta de dónde es, siente alegría y orgullo de poder decir que es boliviano. Pero hay un sueño que aún no se le ha cumplido. Quiere llevar su música de regreso a casa. Y tal vez entonces alguien más le recuerde y se pregunte: ¿no es ese chico el mismo que años atrás no tenía oído ni voz como para pretender ser músico?
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