Tocar la batería define toda su existencia. Cuando se sube al escenario deja que las cosas sucedan, no piensa, se entrega. Daniel Alberto Zegada Quiroga o Zegadex, como lo conocen, ha sido el niño terrible de su propia historia, de quienes lo rodean y de su música. Su talento ha hecho que a sus 39 años haya grabado más de 96 discos con diferentes agrupaciones.
Zegadex es un hombre transparente, no pierde el tiempo en poses y vive según sus propias reglas. Se ha rebelado a todo aquello que ha considerado que no era para él. Carga a Pankarita -la más pequeña de sus hijas-, de año y medio, mientras Magdalena, de siete años, su otra pequeña, toca la batería en el escenario de Thelonious Jazz Bar.
Considera que su vida es un milagro. Nació un 21 de mayo en La Paz. Desde pequeño y gracias a su madre escuchó jazz, bossa nova, salsa y otros ritmos. Por ser el menor de tres hijos y el único hombre siempre fue muy mimado. A los 14 años tocó por primera vez una batería.
"En el colegio Alemán había una batería que nadie tocaba, siempre me gustó al igual que los tambores, por eso estuve en la banda del cole. Aprendí en forma autodidacta y casi inmediatamente armamos los Wapb’s”, relata.
La agrupación que tuvo varios miembros, entre ellos: Álvaro Peque Gutiérrez, Carlos Olmos y Gustavo Ávila, se dedicaba a tocar funk rock rebelde; era una pandilla callejera que resultó de un grupo de amigos. Para lograr comprar su primera batería, a los 14 años, tuvo que vender a escondidas una motocicleta que su padre le había regalado.
Después del segundo disco de la banda, él sabía que no había vuelta atrás. Tocó con varias agrupaciones y para mediados de 1996 fue a estudiar a un diplomado de inglés en Nueva York, Estados Unidos. Una vez allá, aplicó a la Universidad de Berkeley, donde estudió interpretación de jazz.
El mejor del mundo
"Según yo, era el mejor músico del mundo, hasta que llegué a Berkeley y me di cuenta de que no era nadie. No sabía leer música, pero ellos vieron algo en mí e inclusive me dieron media beca y, bueno, de ahí me gradué hace 15 años”.
Las partituras, la técnica y todo aquello que lo hacía académico se convirtieron en parte orgánica de su manía por tocar la batería. Ha estado de gira en Europa y Estados Unidos, tocando con músicos que ha admirado toda su vida.
Después de graduarse, regresó a Bolivia, se casó y tuvo a su primera hija, Alicia. La primera banda de jazz que conformó en ese tiempo fue Vacas Locas. A lo largo de los años ha formado parte de la Big Band y de Andesol, compartido el escenario con músicos como Danilo Rojas, Anders T. Andersen y el pianista Carl Winther de Dinamarca, Christian Gálvez de Chile, entre muchos otros. Actualmente su banda estable es Kimsa Bop y continúa tocando con Andesol.
Del pasado y el presente
Afirma que su trabajo en la vida, hoy por hoy, es ser padre, algo que aún está aprendiendo, y músico. Toma un vaso de singani y fuma al menos una cajetilla de cigarros al día, enseña música en el Conservatorio Plurinacional y en el colegio Leonardo Da Vinci. "Sigo siendo el chico rebelde de la batería. Soy un poco loco, un poco irresponsable. Amante de mis hijas y del jazz”, dice.
Uno de los golpes más grandes de su vida fue la muerte de su padre, hace más de un año. Lo extraña mucho y hasta habla con él.
Reconoce que durante su juventud se entregó a los excesos y que ese ha sido uno de sus grandes defectos; era "un terrible” y experimentaba de todo. Sabe que como padre llegará el momento de hablar de esas cosas con sus hijas y espera que su honestidad sirva para que ellas sepan optar por el camino correcto.
Cree en Cristo, pero no es evangélico. Tuvo una época en la que fue cristiano y que considera ocho años perdidos de su vida, por ello ha regresado al catolicismo.
Lo peor de la vida de un baterista, para éste músico paceño, es cargar la batería después de una presentación. El momento de mayor presión que enfrentó fue tocar frente a miles de personas con Savia Nueva en Quito, Ecuador. Las mejores presentaciones de su vida han sido con el pianista Carl Winther en Cochabamba y con Christian Gálvez en Arica.
Está consciente de que los músicos saben que es complicado trabajar con él, porque no le gusta ensayar, lo odia, aunque sabe que a veces es necesario. Para él, se trata de improvisar y que la magia suceda en el escenario. Desde que decidió ser baterista sólo ha tenido un trabajo diferente en su vida. Fue capataz de una obra en Cochabamba. "Me decían don Zega”, cuenta riendo, y precisa que fue una experiencia horrible.
Ha tenido cuatro baterías en su vida, su favorita fue la que llamaba Penélope, misma que perdió en un taxi. Hoy tiene otra que se llama Kunumi, porque la adquirió en Santa Cruz. Considera que algo que le falta en la vida es viajar a festivales de jazz más seguido y cuidar de sus manos, esas que por una juventud de peleas y un accidente ha descuidado.
Cuenta que sus mayores seguidores están en Sucre, Oruro y Potosí, y que hasta "maestro” le han dicho. Para él , el jazz en Bolivia atraviesa un buen momento, pero se necesitan más escenarios.
"El jazz lo tiene todo. Una vez que te decides por el jazz no hay vuelta atrás, pero al mismo tiempo puedes tocar todo, es infinito”, finaliza.
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