La inexperiencia del ginecólogo que no supo manejar los fórceps al sacarlo del vientre de su madre hizo que a Sinatra le quedaran de por vida unas marcas en la mejilla, el vestigio de la dificultad con que llegó a este perro mundo. En Hoboken, un pueblo de Nueva Jersey, pegado a Nueva York, al otro lado del río Hudson, donde nació el 16 de diciembre de 1915, los chicos de las bandas contrarias le llamaban “el cara cortada”, un insulto que siempre acababa con una pelea en el barro. El pequeño Frankie era un tipo duro de pelar, un camorrista de mucho cuidado. Había abierto los ojos en medio de un aluvión de emigrantes recién llegados a América, italianos, polacos, alemanes, húngaros, judíos, apenas sin desbravar, cada uno en busca de la supervivencia. Entre las pandillas callejeras de Hoboken la guerra por la defensa del territorio siempre estaba abierta y la rivalidad comenzaba por hacerse con las chicas más guapas. “Eh, tú, panini de mierda, me voy a follar a tu novia”, le escupía por el colmillo cualquier matón del bando contrario. La descarga no se hacía esperar y Sinatra, todavía barbilampiño, llegaba siempre hasta la extenuación en la reyerta. En cuestiones de celos era el que iba más lejos, hasta el punto de que no dejaba que ligara nadie con la novia que él ya había abandonado porque seguía considerándola de su propiedad. Su regla número uno: nunca salgas con la chica con la que yo me haya acostado, de lo contrario te buscarás un lío. Tenía un aspecto enclenque y desgarbado, pero en la cama era un superhombre, con un apetito insaciable, según se contaban unas a otras. Irascible, con todos los caprichos de hijo único muy mimado, a su modo era un tío legal. Cumplía la palabra, respetaba los pactos tramados en las aceras del barrio con otros chicos italianos que se habían juramentado en no dejarse llamar nunca pepperoni ni macarroni por un jodido alemán, polaco, húngaro o judío sin romperle la nariz. La actitud de sellar pactos con los amigos la incorporó Sinatra a su ADN y ya no la abandonó a lo largo de su vida.
En plena Ley Seca los padres de Sinatra abrieron un bar en la esquina de la Cuatro y Jefferson de Hoboken, regentado por su madre, la señora Dolly, famosa por sus arrestos, ya que el progenitor, el siciliano señor Marty, que era bombero, un hombre duro y circunspecto, tenía prohibido participar en esta clase de negocios. En ese bar llamado Marty O'Brien's se quebrantaban todas las normas contra el alcohol. A la barra acudían los uomini d'onore, hombres de respeto, mafiosos de medio pelo, con traje a rayas, sombrero borsalino, encorbatados, para hablar en voz baja de sus cosas ante una copa de matarratas adulterado. El joven Sinatra aprendió de ellos que siempre había un camino más corto para arreglar cualquier problema. No se trataba ni mucho menos de cortarle la cabeza a un caballo y dejarla entre las sábanas de alguien, pero un día aquellos camaradas de la niñez, Joey D'Orazio, Hank Sanicola y Rocky Giannetti tuvieron que echarle una mano para romperle las piernas a un sujeto.
Aunque su padre lo consideraba un perdedor, por la vida golfa que llevaba en las aceras del barrio, Sinatra era un chico que quería ser alguien, por ejemplo, vocalista, y se decidió por este oficio contra la dura oposición de su progenitor, el buen bombero. “Frankie quiere cantar, Marty; pues déjale cantar, ¿vale? Entre los dos me volverán loca”, gritaba Dolly desde detrás de la barra del bar. En ese momento, Bing Crosby era el amo, con seis años seguidos en la cima de la popularidad. Sinatra comenzó cantando con grupos de aficionados en las fiestas y bailes del pueblo, y en cuanto sacó la cresta Henry James, sorprendido por su talento, lo llevó a su orquesta. Este músico no puso ninguna dificultad para que Sinatra se fuera hacia arriba en el camino irresistible del éxito. Tommy Dorsey era en ese momento el rey indiscutible del swing, trompetista y trombonista fascinante, aunque de mal carácter, pero actuar en su banda era como tocar las estrellas con la mano. Sinatra firmó un contrato con él, si bien la ofuscación de la gloria le impidió reparar en la letra pequeña. Tommy Dorsey trincó a Frank Sinatra por los huevos, según propias palabras, con un contrato leonino. El cantante había firmado un papel en que se comprometía a pagarle a Tommy Dorsey el 30 por ciento de todas sus ganancias de por vida y el 10 por ciento más para su agente, cantara donde cantara con cualquier orquesta o para cualquier discográfica, en cualquier lugar del mundo.
Sinatra acababa de desbancar a Bing Crosby. Aquellas chicas de falda plisada y zapato llano se ponían unos vaqueros y la camisa a cuadros para ir a un concierto de Sinatra y se arañaban las mejillas y gritaban y se desmayaban, un fenómeno que en Norteamérica se dio por primera vez. Fueron las chicas que inauguraron la histeria en torno a un divo, hasta el punto de recortar sus pisadas en la nieve, llevarlas a un congelador y guardarlas de recuerdo, ir detrás de las cenizas y colillas de sus cigarrillos, arrancarle los botones según los ritos del fanatismo.
Sinatra había creado una forma nueva de decir las canciones. Simplemente, por instinto, en vez de poner los ojos de borrego degollado en un punto inconcreto del salón, miraba una a una a las chicas que estaban bailando y personalizaba las letras como si cantara para cada una de ellas con el único destino de enamorarlas. Tanta gloria tenía un lastre. Un día quiso dejar de ser el chico de Tommy Dorsey y decidió separarse. Se lo comunicó a Dorsey con un año de antelación. “Escucha, amigo, tienes un contrato”, le dijo Dorsey. “También lo tenía con Harry James”, contestó Sinatra. “Yo no soy Harry James”. Las relaciones le envenenaron. Sinatra se largó sin más. En enero de 1942 Sinatra grabó sus primeros discos en solitario para la RCA, pero Tommy Dorsey le obligó a cumplir el contrato, de modo que mientras le llovían los dólares por todas partes y crecía la histeria a su alrededor, y las chicas gritaban y se arañaban, y se desmayaban en sus conciertos, el cantante debía seguir pagando el 30 por ciento de sus ganancias, más el 10 por ciento para el agente. Dorsey y Sinatra se demandaron mutuamente.
CORTO. En las calles de Hoboken había aprendido una ley: siempre hay un camino más corto. “Encárgate de eso”, dijo Sinatra a Hank Sanicola. Un día se presentaron en la oficina de Tommy Dorsey dos muchachos malencarados y le expresaron al maestro que iba a tener problemas si no liberaba del contrato a su amigo. Dorsey se consideraba un hombre duro, con un genio endiablado. Los echó a la calle. “A Dorsey sólo le falta un empujoncito”. Hank Sanicola trataba de que Sinatra no se enterara de nada. Lo suyo era cantar, enamorar, alcanzar las estrellas. Los matones volvieron poco después y sometieron a Dorsey a un dilema irrenunciable: o rompía el contrato o le rompían las piernas. En su presencia hubo de rasgar el papel.
Tommy Dorsey falleció repentinamente en 1956, mientras dormía. Aunque no lograron seguir siendo amigos, Sinatra siempre guardó un buen recuerdo de aquellos años, pese a la amarga experiencia de obligar a romper el contrato a un músico al que admiraba. Un día incluso lograron tocar juntos y Sinatra grabó un álbum en su memoria.
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