Sergio Calero —melómano erudito, coleccionista, comunicador— no tiene dudas: “La música que se ha hecho desde mediados de los años 60 hasta los 70 ha sido, el momento más logrado de la creación folklórica boliviana”.
Este convencimiento, precisamente, lo llevó a aceptar la invitación del Archivo Fonográfico del Espacio Simón I. Patiño de La Paz para preparar y conducir un ciclo de encuentros con los protagonistas de este excepcional capítulo no sólo de la música sino de la cultura boliviana.
El ciclo de encuentros comenzó el mes pasado con la presencia de Ernesto Cavour, maestro del charango e integrante del legendario conjunto Los Jairas. En su segunda cita, el miércoles 21 de abril, los invitados al encuentro fueron los integrantes de Wara, agrupación que a mediados de los 70 se animó a la fusión del folklore con el rock. Y esa exploración y valoración musical continuará en los siguientes meses.
Principio.“En el principio están Los Jairas”, sostiene Calero haciendo referencia a la piedra fundamental de ese proceso musical. O, quizás, también se podría decir que en el principio está la Peña Naira, ese espacio para las artes creado por Pepe Ballón a principios del los 60. Porque en esa peña se encontraron Los Jairas y Alfredo Domínguez, el otro gran protagonista del inicio de esta historia.
“Lo que los hace extraordinarios a Los Jairas es una combinación muy efectiva entre sus integrantes y sus búsquedas musicales”, dice Calero. “Era un conjunto pero también eran cuatro solistas. Cavour ya era un notabilísimo virtuoso del charango; Yayo Jofré era un visionario en cuanto a composición; Julio Godoy venía de una larga trayectoria y a ellos se sumó el suizo Gilbert Favre, ‘el Gringo’, que insertó al grupo una visión personal de la quena. Ese instrumento viene, más bien, de una tradición comunal; ‘el Gringo’, quizás porque era europeo, le dio un toque individual. Así, la quena se convirtió en un instrumento solista. Esta combinación exacta de talentos y búsquedas en un momento hizo que surja un nuevo fluido urbano de la música nacional”.
La Peña Naira, donde tocaban Los Jairas, también era el escenario para las presentaciones del guitarrista tupiceño Alfredo Domínguez. Y del conocimiento e interés mutuo de estos músicos nació un proyecto paralelo: el trío conformado por Cavour al charango, Domínguez a la guitarra y ‘el Gringo’ a la quena.
Este trío grabó dos discos que, en opinión de Calero, son fundamentales para la música folklórica boliviana: Folklore I y Folklore II. “Ahí están temas claves de la época, como La pastora o Rosendo Villegas Velarde”, detalla y no deja de lamentar que esas placas no han sido ni reeditadas ni convertidas al formato de disco compacto.
Alfredo Domínguez podría ocupar por sí solo un capítulo de la historia de la música boliviana. “Estamos hablando de un artista integral”, dice Calero. “Domínguez recrea el uso de la guitarra en el folklore, deja de ser un instrumento de acompañamiento y se convierte en solista. Hasta Domínguez la guitarra no se la tocaba así. Pero lo que le permitió expresar la guitarra también lo expresó en la pintura, el grabado, en sus textos, y en sus puestas en escena”.
Contexto. En el nacimiento de esta música, que en su momento fue llamada neofolklore, es evidente que los talentos individuales jugaron un papel decisivo. Sin embargo, su impacto se produjo en un contexto político y social determinado. En el horizonte de fondo está la Revolución de 1952 y las transformaciones que impulsó en el país. En el horizonte inmediato, están los cambios que Bolivia, Latinoamérica y el mundo experimentaron en los 60.
“A fines de los 60 —dice Calero— hay cambios en el mundo que afectan al arte. No es casual, por ejemplo, la llegada del Gringo Favre a La Paz. Venía de tocar con Violeta Parra y de haber grabado un disco con Ángel Parra. En 1967, el año en el que se edita un disco clave de Los Jairas y se editan los dos discos del trío (Cavour, Dominguez, Favre), es también el año en que muere el Che Guevara en Bolivia. Es el año en que sale el primer disco de rock boliviano, el de los Black Birds. Es un año en el que el mundo cambia. Está la guerra del Vietnam, de la que se tiene noticias permanentes en los periódicos de Bolivia. Y, por supuesto, pasan muchas cosas en Latinoamérica: las guerrillas, los movimientos estudiantiles, como el de México en 1968.
Es una carga a la que Bolivia no podía estar ajena. Y todos esos cambios, de alguna manera, se expresan en el folklore. El rock tardaría todavía unos años en reaccionar a ese panorama de cambios”.
Los 70. Pero ese contexto en Bolivia pronto tuvo un cambio dramático. En 1971 el entonces coronel Hugo Banzer Suárez tomó el poder mediante un cruento golpe de Estado. Sin embargo, con otras características y respondiendo también a otro momento de la historia, el folklore siguió explorando nuevos caminos.
“Hay momentos emblemáticos”, dice Calero entrando al escenario de la década de los 70. “1973 es un año muy importante porque Wara graba el disco El Inca, música progresiva boliviana. Es un disco de rock con elementos de folklore. No son los primeros en incorporar elementos de folklore en el rock, hubo varios que lo hicieron previamente, pero sin duda es la propuesta más sólida, es una propuesta propia, una búsqueda de identidades que me parece extraordinaria. El otro hito es el año 75. Y el protagonista es otra vez Wara con su disco Maya. Aquí se da la vuelta la relación: Maya es un disco de folklore que tiene elementos de rock. En realidad, este disco es una profundización de lo que Wara ya venía haciendo”.
A los integrantes de Wara que en 1973 grabaron El Inca, para 1975 se habían sumado otros. Dante Uzquiano (voz), Carlos Daza (guitarra), Omar León (bajo) y Jorge Cronembolt (batería) venía de la primera conformación. Clarck Orozco (charango) y Óscar Córdova y Luciano Callejas (vientos) venían de otra agrupación importante de los 70: el Grupo Aymara. Esta confluencia de músicos y de intereses musicales puede considerarse como uno de los rasgos de la época que hicieron posible la continuidad de la exploración musical en el folklore.
Para Calero, hay también un elemento contextual que juega un papel determinante en la aparición del disco Maya. “En 1975 se está celebrando el sesquicentenario de la República. Hay un carácter nacionalista muy fuerte en esos actos. Y eso va a hacer que también haya una fuerte búsqueda de nacionalidad, de identidad”.
Pero en los años 70 no sólo está Wara. Calero no duda en marcar la importancia de otros grupos que a lo largo de esa década siguieron sus propias búsquedas y proyectaron el folklore a niveles inéditos. Entre ellos, Kanata, el grupo dirigido por Cayo Salamanca y en cuyas filas militó Willy Claure, uno de los más prolíficos compositores e investigadores de cueca. Está también Lira Incaica, el grupo de Julio César Paredes; y Savia Andina, que en una de sus conformaciones más creativas contó con el virtuoso charanguista Eddy Navía, con el vientista Alcides Mejía, con Óscar Castro y el propio Julio César Paredes.
Y otro grupo que marcó un hito: Sol, Simiente, Sur, que grabó un solo disco. “Es uno de los discos más logrados de los 70 y de todo el folklore”, dice Calero. “La búsqueda de Sol, Simiente, Sur daba para mucho; era una búsqueda aún mucho más profunda en lo musical, una búsqueda que hasta se puede decir que era algo pretenciosa. Pero el resultado es extraordinario”.
Todas estas búsquedas si bien encontraron una amplia audiencia también fueron resistidas. “Siempre hay conservadores que piensan que el folklore es estático, lo que lo condena a la intrascendencia”, opina Calero.
En la música de Sol, Simiente, Sur hay una impronta de otras músicas, especialmente del jazz. No es casual que dos de sus integrantes, el baterista Fernando Sanjinés y el quenista Eduardo Ortiz hayan formado parte del grupo de Jhonny González, el pianista precursor del jazz con sello boliviano. Con ellos, grabó Jazz a 4000 metros de altura, un disco en el que dialogan el jazz y el folklore.
Con el advenimiento de la democracia, por paradoja, cambió el rumbo de la música folklórica boliviana. Por diversas razones se impuso un folklore más convencional que tiene su mayor y más exitoso emblema en Los Kjarkas. Pero esa es otra historia.
Por lo pronto, a Sergio Calero y al Archivo Fonográfico del Espacio Simón I. Patiño les interesa seguir explorando en la excelencia de la música de los 60 y los 70 y, en torno a ella, provocar un diálogo, especialmente con el público más joven.
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